UN CUENTO DE MI ABUELO

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Déjenme contarles una historia que me sucedió una tarde.
El martes tres de marzo entré en aquel Bar ubicado en el corazón de Recoleta. Me senté en una de las sillas, aquellas decoradas con la distintiva pieza que da nombre al lugar. Cerca de donde estaban Borges y Bioy, charlando amistosamente. En eso se acercó el mozo, tenía una cara algo olvidable y bastante seria. Con apuro hice mi pedido. Mientras el mozo se alejaba, pude sacar una pequeña Antología de cuentos breves que guardaba en mi mochila, siempre a la espera de salir a respirar. No recuerdo vez que haya estado en un Café y no haya leído. Era una edición algo antigua, un regalo de mi abuelo en mi cumpleaños decimosexto. Justamente fue en ese mismo Bar -mientras yo me aburría- donde él clavaba su mirada en un raro objeto de cuero. Al tiempo empezó a llevar cuentos para mi edad y los leía en voz alta. Yo quedaba hipnotizado. Les agregaba tono de suspenso, alegre o triste, dependiendo de la situación. Él admiraba la literatura, tanto que logró contagiarme a mí. Solía decir que Buenos Aires era la biblioteca del mundo. Tal vez exageraba, tal vez lo sentía así. Pero yo sí sentía -y aún siento- esa energía y mística literaria que brota de ella. Mientras añoraba aquellas épocas seguía esperando. Si hay algún momento que refuta la idea objetivada del tiempo, es la espera de la tan aclamada orden en un Café. El primer texto de aquel misterioso viaje fue, irónicamente, El milagro secreto. Era imposible leerlo y no asociarlo a ese momento. El universo físico se detuvo. El tiempo era totalmente elástico. Se estiraba y se estiraba. Se eternizaba. Cada vez que miraba el reloj, la manecilla pequeña apenas avanzaba. Y del otro lado, el mozo tendido sobre la barra, hundido en su larga inmovilidad. Esperando al cocinero, y yo esperándolo a él. Aunque la espera no es totalmente negativa. En el fondo reconozco que si no fuese por ese lapso temporal, leería la mitad de lo que leo. Disfruto esa pausa que propone el Café. Por eso seguí leyendo. A mí acudió el segundo texto: Carta a una señorita en París. Mi abuelo era lo que se podía decir un verdadero fanático de Cortázar. La mitad de los libros de su biblioteca eran de él. Tenía todo, inclusive las mismas obras pero con otras editoriales.


Mis recuerdos nuevamente se vieron interrumpidos. Empezó a rugir mi estómago del hambre. Venía de trabajar en la biblioteca y no había comido nada. Pero al parecer confundí mis sentidos porque, en un movimiento algo forzoso, vomité. Allí mismo, en el Café. La gente no parecía darse por aludido de tan trágico hecho. Agaché la cabeza y al ver mi producto me sorprendí. Era un conejo. Sí, lo sé. Es algo que nunca había tenido que explicar antes. Un conejo, pero más pequeño de lo normal, como de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. No se detuvo allí, vomité otro. Luego otro y otro. En un momento, mi mesa estaba rodeada de lagomorfos pomposos. Una vez que pasó el tiempo me acostumbré. Algo parece raro hasta que se repite incesantemente, allí se vuelve rutina y deja de ser extraordinario. Decidí hundirme nuevamente en el libro. Mis medialunas con el café todavía estaban ausentes.


Seguía un relato de Edgar Allan Poe. Pero a pesar de mis vanidosos intentos de hacer oídos sordos y ojos ciegos, algunos de mis conejos empezaban a inquietar a la gente. Saltaban entre mesas. Entre tazas y desayunos. Cuando me vi aterrorizado, alguien estaba lastimando a mi conejo. No pude hacer caso omiso, era como un hijo mío. Lo había parido (por la boca), y aquel señor con  un ojo azul pálido -como un ojo de buitre- lo estaba hiriendo. Pensé que si el Bar iba a cobrarme los cubiertos podía hacer un buen uso de ellos. Me acerqué a la mesa de aquel malhechor y le corté la garganta de este a oeste con aquella filosa daga. Entre salpicaduras sentí un gemido. Un grito ensordecedor, como aquellos que salen del fondo del alma. Rápidamente apoyé una servilleta sobre el tajo que atravesaba la yugular. Hice vista de mi alrededor, todos seguían con  las cabezas inclinadas, con sus narices en sus computadoras y móviles. Mejor suerte para mí. Arrastré el ya cadáver con el mayor sigilo posible hasta el baño de hombres, sabía que allí el olor nauseabundo se iba a entremezclar con otros. Lo dejé tendido, en el rincón, oculto. Cuando volví, mi pedido seguía sin aparecer.


Quise seguir leyendo, pero me fue imposible. Algo llegó a mis oídos. Un sonido bajo, semejante al que produce un reloj envuelto en algodones. Sabía exactamente que pertenecían al corazón de aquel cliente bravucón. Me atacaba de manera intermitente. ¡Y cada vez más alto, más alto! Llegaba hasta mis venas. Sentía los ojos de los otros chismosos penetrando en mi nuca. Estaba rodeado de murmullos, seguramente preguntando por el joven de la mesa ocho. Y el sonido me aturdía. No había manera de detener ese redoble de tambor. Tuve que gritar con todas mis fuerzas, «¡Malvados, lo confieso! ¡Yo lo hice, está en el oloroso baño de hombres! ¡Allí se encuentra el latido de su horrible corazón!». La gente a mi alrededor no desvió su mirada. Entonces decidí sentarme, calmarme. La mejor manera de lograrlo fue abrir nuevamente mi libro, como para tapar la realidad. Pasé la página y volvió a aparecer Borges. Leía El Sur, cuando un extraño sujeto barbón, al otro lado del salón, se hundió en la silla de la mesa ocho. Movió la cabeza para todos lados, como un pájaro atento al peligro. Parecía ser aquella persona con quien iba a encontrarse el ser al que yo le había quitado la vida. Entonces se dirigió al baño. Yo miraba de reojo sus movimientos, simulando estar leyendo el cuento. Al salir empezó a disparar alaridos para todos lados, acompañados con ademanes violentos. Su cara se tornó rojiza. De alguna manera sabía que había sido yo. Se dirigió, como un toro, derecho hacia a mí señalándome con el dedo. Sacó de su pantalón un cuchillo y, sin vueltas, me retó a un duelo. A mí, un simple secretario de una biblioteca municipal. Que siempre me vi resguardado por las letras, debía enfrentarme a aquel temerario guerrero. Alguien de atrás dijo que yo no estaba armado. Fue allí cuando el mozo recogió un cuchillo para untar y lo lanzó debajo de mis pies. Me incliné a recogerlo y sentí que eso sólo significaba dos cosas. La primera, que estaba aceptando el duelo. Y la segunda, que mi cuchillo no tenía filo y el de él sí.
Vamos saliendo me dijo.
Salimos del Bar, y si bien en mis ojos no había esperanza ya que nunca había manejado un cuchillo, tampoco había temor.


Es hora de confesarme. Aunque sé que ustedes, lectores vivaces y atentos, ya lo habrán descubierto. No hubo conejos que salieran de mi boca, dirán que es la trama de Carta a un señorita en París. Por ende, no hubo un maltratador al cual blandir mi cuchillo para degollarlo, ni el sonido del latido que tanto me perturbara al punto de confesarme, como relata El corazón delator de Poe. Tampoco joven que me haya invitado a un duelo, como en El Sur. Pero ¿no es eso lo hermoso de la literatura? ¿disfrutar ese juego? Romper con la monotonía. Lograr mirar las cosas cotidianas con otros ojos. Disfrutar su irrupción en nuestras vidas. Desnudar el fino límite entre la ficción y la realidad. Y es que el día que alguien vomite conejos, dejarán de dudar de aquello.
Díganme cuál es la diferencia, si en cada lectura yo lo vivía. Sentía mi carne en la carne del protagonista. Fui el rey de los conejitos, fui aquel personaje particularmente nervioso que asesinó a un anciano y yo fui Juan Dahlmann. Sin olvidar que significa disfrutar también de esos gratos momentos a pesar de que él ya no esté junto a mí para acompañarme. Sentarme en la cálida mesa de madera del Restaurante, poder degustar un rico café y perderme en ese mundo de símbolos que me llevan a esas épocas, reviviendo un poco a mi abuelo. Aquel ser maravilloso que ahora yace a pocos pasos del lugar que tanto concurro.



L. S. Markieff.

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